Correr para salvar la vida
Era madrugada y la ciudad estaba a oscuras. En sus calles una mujer corría con todas las fuerzas y la velocidad de que era capaz. Corría, sabiendo que sería despreciada y tratada de loca. Pero no podía detenerse. Iba casi como una desaforada, sin mirar casi por donde iba, como quien escapa de un peligro. Corría para salvar su vida. Corría, y mientras lo hacía, iba sembrando a su paso el camino de lágrimas. Como tantas otras veces en su accidentada vida, un hombre la había hecho llorar. Pero esta vez, a diferencia de tantas otras veces, ya no escapaba: ni de nadie, ni de nada y, sobre todo, ya no escapaba de Sí misma. Atrás habían quedado aquellas oscuras épocas de su vida. Esta vez, sus lágrimas no eran de dolor. Esta vez no habían sido causadas del haber sido maltratada, golpeada, abandonada, traicionada. No, esta vez lloraba de alegría. De una alegría que liberaba y sanaba de toda la rabia contenida y que le permitía ver en paz todo el dolor reprimido. De una alegría inmensa que